¿Un sacerdote puede dejar de serlo?
Rafael Higueras - publicado el 17/04/13 - actualizado el 30/01/23
Hay sacerdotes que por distintas razones se secularizan, se casan, dejan el ministerio. Pero ¿dejan de ser sacerdotes?
1.¿Qué es «sacerdote» en el cristianismo? Hay que comenzar por la noción de «sacerdote» y para ello arrancar del sacerdocio de Cristo.
Y continuar por la noción de sacerdocio ministerial, distinguiéndolo del sacerdocio común de los fieles.
Quizá no hay mejor orientación para explicarlo que remitirse a la Carta a los Hebreos.
Es verdad que mirando la historia de las religiones se puede encontrar ese concepto «sacerdote» también en otras religione. Es la persona que actúa «profesionalmente» como intermediario entre la comunidad a la que representa y sus respectivas divinidades.
Por eso es equivalente decir sacerdote o decir pontífice. El sacerdote es el puente de comunicación entre la divinidad y el pueblo. Pero no creo necesario aquí y ahora ahondar más en esa noción genérica del sacerdocio. Viniendo a la primera época del cristianismo, cuando aquellos primeros cristianos provenían del judaísmo, surge la necesidad de clarificar a aquellos cristianos la verdadera noción, la noción cristiana del sacerdocio. Aquellos judíos convertidos al cristianismo añoraban («echaban de menos») la grandiosidad del templo y sus sacrificios, los inciensos al altar y a las víctimas degolladas, y las funciones externas y medidas de los levitas (descendientes de Leví, encargados del templo).
El autor de la Carta a los Hebreos quiere convencer a aquellos neófitos cristianos provenientes del judaísmo que ya –desde la muerte y resurrección de Cristo-, no es necesario aquel culto grandioso y espectacular del templo de Jerusalén. Ni es necesario el templo ni el altar ni aquellos animales que se ofrecían como víctimas.
Y por tanto tampoco son necesarios «otros sacerdotes» que se sucedan unos a otros de generación en generación: Cristo es el templo, el altar, la víctima y el sacerdote.
Él es el único templo, porque Él es el «lugar» donde Dios y el hombre se han encontrado para siempre; el único altar es su cruz redentora; la única hostia y víctima: el cuerpo que se entrega y la sangre que se derrama; el único sacerdote para siempre porque Cristo resucitado «ya no muere más».
Es imprescindible una lectura pensada, reflexiva de la Carta a los Hebreos para entrar en esta verdad cristiana: el sacerdocio único de Cristo (Jn 4,21 y Apoc. 21,22)
Esta realidad de Cristo SANTUARIO; Cristo SACERDOTE; Cristo VÍCTIMA la vivimos desde la fe, mientras somos peregrinos en la tierra.
La vivimos desde la fe en esperanza. Estamos en la etapa del «ya, sí; pero todavía no».
Y porque vivimos en la tierra (hasta que llegue la consumación de los tiempos y entonces la fe no exista porque veamos «cara a cara» a Dios tal cual es) para ese tiempo del «todavía, no» que es el tiempo de la Iglesia, necesitamos de ayudas a nuestra fragilidad caduca. Son los sacramentos, todos y cada uno de ellos en cuanto signo y presencia viva del Señor Jesús.
Y en esa dinámica del «todavía, no» entra también el sacerdocio ministerial.
Como dice San Pedro, los cristianos somos «un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para anunciar las proezas del que os llamó» (1Pe 2,9 y Ex 19,5).
Es decir, todos los bautizados forman un sacerdocio que tiene acceso a Dios y por eso su función –como la de Cristo- es «anunciar las proezas de Dios«, la gran proeza de Dios que es la Redención por el amor de Dios manifestado en Cristo muerto, sepultado y resucitado (Jn 3, 16).
Por eso cuando murió Jesús «el velo del templo se rasgó» (Mt 27, 51). Al ser abierto el costado de Cristo (Jn 19, 34) queda Él convertido en sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec (Heb 8, 17).
Y por Cristo-Santificador los santificados por su sangre ya tienen acceso al Padre (Heb 9 y 10). Por esa misma razón, mientras dura esta etapa terrena del «todavía, no», por esa fragilidad humana nuestra, necesitamos «visualizar» aquel hecho único e irrepetible que hizo Jesús (Heb 9, 24-26).
Se trata del Sacerdote que al mismo tiempo se ofrece como víctima: «No quieres sacrificios ni ofrendas, por eso dije: Aquí estoy para hacer tu voluntad». Heb. 10, 6-7
2. El carácter del sacramento del orden sacerdotal A partir de esas tres ideas o nociones (sacerdocio de Cristo; sacerdocio ministerial y sacerdocio común) se puede alcanzar otra idea: el «carácter» sacramental, y, en concreto el carácter que imprime el sacramento del orden.
A quienes se les encomienda «ministerialmente» esta «repetición» del único sacrificio, se les concede ese encargo por la imposición de manos en el sacramento del orden sacerdotal. Ese sacramento hace que el que lo recibe se configure con Cristo-Cabeza del Cuerpo de los «santificados«.
Por eso el sacerdocio ministerial al configurar al «ministro ordenado» con Cristo sacerdote para siempre, hace que tal sacerdote que recibe el sacerdocio, lo reciba para siempre. Para siempre queda «marcado y sellado«, in aeternum según el rito de Melquisedec, como dice del propio Cristo la carta a los Hebreos.
3. Entonces, un sacerdote ¿puede dejar de serlo? La respuesta es la conclusión de todo lo anterior: nunca un sacerdote deja de serlo. Nunca un sacerdote válidamente ordenado perderá su «carácter» sacerdotal, su sacerdocio para siempre.
¿Entonces, los sacerdotes que abandonan? Pues está clara la respuesta; siguen siendo sacerdotes.
Pero la Iglesia que le impuso unas obligaciones para ejercer el sacerdocio, puede dispensarlo de esas obligaciones si el sacerdote lo pide porque le resulta imposible o sobremanera difícil cumplirlas (el rezo del breviario, el celibato, el servicio a una parroquia).
Al mismo tiempo que se concede la dispensa se les urge que en adelante «no ejerzan el sacerdocio».
Esta dispensa de las obligaciones y el consecuente no ejercicio del ministerio sacerdotal (no oír confesiones –salvo en peligro de muerte-, no celebrar la Eucaristía, no tener trabajos pastorales al frente de una comunidad de creyentes…) se concede mediante un expediente minuciosamente regulado. Y por petición expresa al Santo Padre y concesión totalmente «graciosa» por parte del Papa. Es decir, se solicita una dispensa que puede ser concedida o no; pero no se «reclama un derecho» por parte del solicitante.
Esa afirmación puede parecer dura. La Iglesia siempre es Madre. Y antes de conceder tal dispensa, lo que desea es que el solicitante reflexione seriamente sobre la grandeza del regalo que Dios le hizo al darle esa configuración con Cristo. Algo tan especial que consiste en que un pobre hombre, tan indigno como otro cualquiera, pueda decir con los labios y el corazón del propio Cristo: Yo te perdono los pecados; Esto es mi cuerpo; Esta es mi sangre.
Demos gracias a Dios por el don del sacerdocio a su Iglesia. Por ellos tenemos la Eucaristía; por ellos tenemos el perdón de los pecados; por ellos tenemos el Pan de la Palabra.
Bibliografía: E. Arnau: Orden y Ministerio. BAC1995 Congregación para el clero: Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros. Editrice Vaticana1994 Conf. Ep. Española. Com. Ep. del clero. Espiritualidad sacerdotal. Congreso. Edice 1989 Congregario de cultu divino… Colectanea. Ad causas pro dispensatione a lege sacri coelibatus obtinenda. Editrice vatican2004.
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